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Portada de Compláceme

Compláceme

Autor: Monica Burns

Temática: General

Descripción: —Soy feliz, Ruth. Si hace cinco años me hubieras dicho que tendría una vida tan maravillosa, me habría reído de ti. Ninguna lo dijo en voz alta, pero el hecho de que una cortesana encontrara el amor, y mucho menos que se casara, no era en absoluto habitual. El suave brillo en el rostro de Allegra resaltaba lo feliz que era, a pesar de las tribulaciones que había soportado en el desierto marroquí. Allegra sólo había compartido una parte del sufrimiento que había padecido, pero Ruth sabía que su captura a manos del enemigo de Robert se había cobrado un alto precio en ella. A veces, una oscura emoción que le inundaba los ojos indicaba que Allegra nunca superaría el trauma. Si lord Pembroke estaba presente, parecía percibir automáticamente la angustia de su esposa y acudía a su lado de inmediato. Robert —Ruth nunca se acostumbraría a su nombre beduino Shaheen— adoraba a su esposa y a sus hijos. El sonido de una taza de té repiqueteando con fuerza contra un platillo la arrancó de su ensoñación. —No vamos a permitir que se salga con la suya. —¿Qué? —Ruth le dirigió una mirada confusa. —A Marston. Esta noche nos encargaremos de que todo el mundo lo considere un estúpido por dejarte para empezar una relación con esa cabeza de chorlito de Ernestina. —Y ¿cómo propones conseguir eso exactamente? —preguntó Ruth en un tono escéptico. —¿Te acuerdas de cómo destacó entre los demás miembros de la alta sociedad la señorita Langtry llevando un sencillo vestido negro antes de que Bertie la tomara bajo su protección? —Lily Langtry destacó porque era hermosa, no porque llevara un sencillo vestido negro para captar la atención del príncipe de Gales. Yo soy bastante atractiva, pero estoy lejos de ser hermosa. —Tonterías. Eres preciosa y tienes presencia, Ruth. Cuando entras en una estancia, todo el mundo se detiene para mirarte. Y esa misteriosa sonrisa tuya hace que los hombres deseen descubrir todos tus secretos. Esta noche vas a sacarle provecho a eso. —Te ruego que me expliques cómo lo voy a hacer. —Dolores modificará esa horrible monstruosidad de vestido que Marston insistió en que llevaras para aquella reunión el invierno pasado. —¿El morado con las enormes flores rosa? —Sí. —La sonrisa de Allegra se amplió—. El vestido conjunta maravillosamente bien con tus ojos, pero las flores son horrendas. Cuando Dolores haga los cambios que tengo en mente, todo el mundo considerará a Marston un estúpido por preferir a Ernestina Fitzgerald antes que a ti. —Una transformación así es muy improbable, pero supongo que un milagro siempre es posible —comentó Ruth con una risa escéptica. —Bueno, yo, por mi parte, creo en los milagros —replicó su amiga en voz baja—. Y tú también deberías. Miró a Allegra con cariño y una vacilante sonrisa, pero las palabras de su amiga aún seguían en su cabeza horas después mientras subía los escalones de la mansión de los Somerset. Tendría que haber sabido que no debía cuestionar la determinación de Allegra. Con la habilidad de Dolores y la visión de su amiga, las dos mujeres lograron un milagro. El resultado fue un atrevido vestido que resaltaba su generoso pecho y sus redondeadas caderas. Pero, sobre todo, estaba desprovisto de cualquier encaje, volante, fruncido o lazo. Las mangas —o lo poco que quedaba de ellas después de que Dolores hubo acabado— apenas se ceñían al borde de su hombro con una simple tira de tela. El vestido en sí era de una austera simplicidad, pero, simbólicamente, representaba su rechazo a Marston. Las flores, los fruncidos, cualquier adorno en el vestido que había aplastado el satén, habían desaparecido, a excepción de un rastro de pétalos de flores rosa que bordeaban el dobladillo. Le proporcionaría una enorme satisfacción señalar que Dolores había rehecho el ostentoso vestido elegido por Marston para convertirlo en algo mucho más bonito. Su doncella había deshecho las flores originales para sujetar el adorno rosa al borde, de forma que pareciera que estaban a punto de caerse. Antes de que finalizara la velada, quedarían pisoteadas y sucias: un mudo indicativo de lo insignificante que Marston era para ella. Al cuello llevaba el collar de amatistas que lucía en el retrato que Westleah había encargado. La única extravagancia era un abanico de plumas de color malva. Cuando Ruth entró en la casa, la recorrió un temblor al ver a Marston accediendo al salón de baile con Ernestina del brazo. De un modo mecánico, deshizo el lazo de la capa y permitió que el sirviente se la retirara con delicadeza de los hombros. Mientras llegaban más invitados, se apartó a un lado para examinar los laterales y la parte de detrás del vestido en busca de cualquier arruga inesperada. Fue más una necesidad de hacer tiempo para serenarse que preocupación por el vestido. La leve sensación que le bajó por la nuca hizo que alzara la mano para acariciarse la piel. Satisfecha de que el pelo no se le hubiera soltado del recogido que llevaba, se volvió hacia el salón de baile. Otro escalofrío le recorrió la espalda cuando su mirada se encontró con la de un hombre que entregó despreocupadamente el abrigo al personal doméstico sin apartar la vista de ella. Era casi treinta centímetros más alto que ella y tenía el pelo tan negro como una noche sin luna. Había algo intenso y fascinante en él. Si Allegra pensaba que ella tenía presencia era porque su amiga no conocía a ese hombre. Parecía eclipsar a todas las personas y cosas en el vestíbulo. La estudió durante lo que le pareció una eternidad; sin embargo, Ruth sabía que sólo habían sido unos segundos antes de que otro caballero, a quien no reconoció, desviara la atención del desconocido. Pero esa mirada fue suficiente para dejarla con el corazón acelerado. Tragó saliva con fuerza mientras se aferraba al abanico. Dios santo, ya no tenía veinte años ni asistía a su primera velada. Se estremeció ante ese pensamiento. De repente, la atenazó la necesidad de huir, pero se obligó a atravesar el vestíbulo hacia el salón de baile en lugar de reclamar su capa y desaparecer en la noche. El escalofrío que había sentido unos momentos antes volvió a calentar su cuello, pero se negó a volverse para mirar al hombre. No había acudido a esa fiesta para encontrar un nuevo amante. En cuanto llegó a la entrada del salón de baile, su coraje flaqueó. No había ni un solo rostro familiar en la estancia. Por Dios, ¿dónde se encontraba Allegra? No estaba segura de si podría hacer eso sola. En cuanto ese pensamiento surgió en su cabeza, tensó la espalda. Desde luego que podía. Tal vez su juventud hubiera desaparecido, pero no su dignidad. Mientras aguardaba a que los asistentes delante de ella se dirigieran a la línea de recepción, el cosquilleo en la nuca se convirtió en un calor abrasador. Señor, hacía años que no sentía una reacción de ese tipo ante un hombre. Con la aglomeración de recién llegados que se abrían paso a empujones hacia el salón de baile, el espacio entre ellos se evaporó. Estaba tan cerca de ella que la calidez de su aliento le rozó el hombro. La repentina imagen de esas manos en su cintura pegándole la espalda a su torso surgió en su cabeza. Esa imagen mental hizo que la recorriera un estremecimiento que estuvo segura de que todo el mundo a su alrededor había podido ver. Confusa por la fuerza de las sensaciones que la asaltaban, casi tropezó en su premura por saludar a lord y a lady Somerset. La bienvenida que recibió fue cortés simplemente por su parentesco con el marqués de Halethorpe. El estómago se le revolvió al pensar en su padre. No sabía si odiar a ese hombre o agradecerle que la hubiera obligado a tomar ese camino que ella había elegido tantos años atrás. Cualquiera de las dos opciones era dolorosa de contemplar. Se alejó de los Somerset y bajó despacio la escalera que daba al salón de baile. A pesar de su esfuerzo por negarlo, deseaba saber el nombre del desconocido y, mientras bajaba los escalones, oyó que lo presentaban como lord Stratfield. En cuanto llegó al pie de la escalera, un pequeño grupo de mujeres a la derecha captó su atención y el corazón le dio un vuelco. Ernestina Fitzgerald. Lo último que deseaba era una escena. Desesperada por encontrar un rostro amigo, Ruth estiró el cuello para mirar por encima de una anciana con tres largas plumas clavadas en el pelo. —Una vez se retira a una vaca vieja, una cree que ya no volverá. El comentario de la mujer la hirió profundamente, y Ruth se tensó mientras continuaba avanzando, aunque no llegó lejos. —Lady Attwood, qué maravillosa sorpresa verla aquí esta noche. Las palabras le llegaron al mismo tiempo que el renovado cosquilleo en la nuca encendía un fuego que le recorrió la piel. Dios santo, ¿la voz de ese hombre siempre sonaba así? Como si acabara de despertarse y la estuviera invitando a pecar de formas que nunca había soñado. La nota pícaramente oscura y profunda de su voz la dejó sin respiración cuando se volvió hacia él y le ofreció la mano. —Buenas noches. —Se esforzó por mantener la voz firme, y un estremecimiento le recorrió el brazo cuando él le besó cortés el dorso de la mano. —La simplicidad la favorece. Nunca la había visto tan exquisita. La mirada de él se desvió de repente para observar los fruncidos, los encajes y los lazos que adornaban el vestido de Ernestina. Fue un desaire deliberado, y todo el mundo que lo oyó lo comprendió. Una parte de sí misma casi sintió lástima por la nueva amante de Marston. La mujer no pertenecía a la nobleza, y su aceptación en el selecto grupo de Marlborough se basaba únicamente en el hecho de que se encontrara bajo la protección de él, por lo que un desaire por parte de cualquier noble debía de

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